
El mapa no es el territorio, pero yo necesito ambos
Elijo herramientas mentales que se ensamblen con el mundo real
Desde pequeño empecé a dibujar mapas invisibles.
No en papel, sino en la cabeza.
Mapas mentales de cómo funcionaban las cosas, las personas, las emociones.
No siempre acertaban, pero me ayudaban a no perderme.
Mientras otros caminaban mirando el suelo, yo levantaba la vista para entender la forma del terreno.
Me gustaba tener una visión amplia, aunque no siempre supiera dónde estaba exactamente.
El mapa me tranquilizaba. Me daba estructura. Me ofrecía margen para decidir.
Pero aprendí —a veces a golpes— que ningún mapa sobrevive intacto al primer paso real.
Hay una parte de mí que quiere entender antes de actuar.
Y otra que necesita actuar para entender.
No están enfrentadas: se necesitan.
Una sin la otra se vuelve torpe.
El que solo tiene el mapa, se pierde en la selva.
El que solo tiene la selva, da vueltas sin saber por qué.
Yo los necesito a los dos.
A veces observo a personas que se lanzan sin mirar, convencidas de que lo descubrirán por el camino.
Y a otras que nunca arrancan, atrapadas en planos perfectos que jamás se pisan.
Yo prefiero caminar con un plano a lápiz, sabiendo que cada paso lo irá corrigiendo.
Hay belleza en ese equilibrio:
trazar y tachar.
pensar y probar.
dibujar y corregir.
No siempre sé si el camino que sigo es exacto, pero tengo una forma de saber si me estoy alejando:
si el mapa y el terreno dejan de hablarse, me detengo.
Si lo que pensaba no encaja con lo que siento al andar, entonces vuelvo atrás, redibujo, y sigo.
No se trata de tener razón.
Se trata de poder avanzar.
El mapa no es el territorio.
Pero si sabes escucharlos a los dos… no te pierdes.